"Un quieto resplandor me inunda y ciega,
un deslumbrado círculo vacío,
porque a la misma luz su luz la niega."
Es fría la muerte. Da frío.
Es despellejada y paciente frente al dolor.
Es la que se atraganta gorda de sueños
y archiva metódica las tragedias.
La que apaga de golpe las velas
y achatarra lo que daba ganas de vivir.
La luz me cegó:
"tu bebé se fue."
Ese día, las doce vueltas de cordón al reloj, amablemente, enloquecieron conmigo.
La fuerza del dolor arreó mi mandíbula
desde el arrebato que le ruge siempre a lo incomprensible, hasta el cansancio de tripas que hace sudar al silencio.
El miedo también tembló conmigo
y nos restregamos juntos contra las sábanas.
Al verlo solapado a mis caderas,
supe que él no sabría cuidarme.
Y me entregué al dolor tal como era.
Los dientes chasquearon durante media vida de hora:
Una dama triturante se acercó.
Estaba vestida de piel de lagarto en vela. Ella buceó en mis ilusiones de madre y sacó de su bolsillo un embrión alejado de todo.
En la mano blanca la roja tormenta, la distancia de no saber nada nada de quien hubiera sido mi hijo, de no poder verle y besarle los ojos, de no poder abrazarlo, arrullarlo.
Vi que mi sangre acunó su muerte.
Y ahí volcó mi historia.
Lloré como una niña.
Sabe usted... le digo, ese día el cielo dejó ver su silencio en el mismo momento en que la cama blanca, cama cómplice que sangraba almada conmigo, me desamparó...
y fue ocupada por la mujer que seguía.
Ahora el vientre no late.
En estos días el amanecer no se escucha.
Hay momentos en los que me vuelvo un gris de nada y de nadies, un atornillamiento a la vida estúpido, desganado y ensordecedor, que no habla ya de pechos, de amor, de arrullos y que se traga la ilusión de amar del mismo modo que el tiempo apaga la vitalidad de un viejo moribundo.
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