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domingo, 17 de octubre de 2010

La virgen me ha dicho: la falda... más corta.









La chacra de mi madre. Kasandra.







Me dejó la mermelada de frutilla 
y se llevó los saludos.



Finado.


El Tiempo se ha casado con La Anécdota.









La beci.


Doce años, seis meses y veinticuatro días desde el día que fingí saber andar en bicicleta y, de canchera, aprendí a hacerlo.


Macabra.




En una bolsita común, 
opaca de tanto uso,
el viejo guarda los remedios
que lo harán vivir algunos años más.





Estaba de visita. 
Sola en la casa.

La vi desde la ventana de la habitación  (la misma en la que la gatita había tenido sus crías sobre el vientre de mi madre).

La vi de lejos, la vi moverse.

Imaginé que andaría sin dueño.

Tenía el pelo tan oscuro que se confundía con el verde oscuro de los álamos de noche.

La yegua que, al parecer no tenía sueño, paseaba por la chacra de mi madre en busca algo quizás. Miraba las plantas, las olía, caminaba despacio, haciendo crujir con sus pezuñas las malezas.

Rítmicamente se acercó a la ventana mirándome con sus ojos planos.

(Su cara parecía la cara de un ser humano con cara de ese animal. Podría haberlo sido...)

Ya frente a la ventana, su respiración colapsaba la mía.

Mi mandíbula chasqueaba inevitablemente y mi rítmo cardíaco se destartalaba como siempre que algo atraviesa mis nervios.

Se quedó mirando la habitación con un exceso de descaro. 
(Habrá supuesto que estaba sola...
de no haberlo creído, no lo hubiera hecho de ese modo... 
aunque nunca se sabe.)

La yegua me miró... como a algo más de todo lo que no era lo que ella buscaba. 

La seguí con la mirada desde la cama.

Me escoltan las gatas y los perros que parecían saber que la guardia debía permanecer baja
 (semejante ejemplar merecía el respeto de todos).

Empañó el vidrio y yo, que contemplaba boba los dibujos ovales que formaban sus grandes fosas nasales, llegué a distinguir sus pestañas, sus labios y hasta el reflejo en sus ojos de mi cara de estúpida babeando de emoción.

Nada encontró de su interés en la habitación. Giró su cabeza; luego su cuerpo.

El olor de los perros que percibía distraída, me permitía imaginar que se trataba del olor de su piel brillosa.

Movió una pata y luego las otras.

Caminó hasta la entrada/salida de los humanos.
 Saltó grácil la tranquera y caminó con sus  patas oscuras por la calle de ripio que bajaba hacia el mar.

Se fue...

La vi irse como si nada hubiese perdido y convertirse, sabidamente convencida, en el medio de transporte que parecía nunca haber sido.

Tuve ganas de apoyar mi cabeza en su lomo y acariciarla... pero no lo intenté.
No pude acercarme. No pude moverme.




Creo... 
Quizas me guste desperdiciar oportunidades...
ó quizas sólo encuentre algo deformente romántico en la posibilidad de la mera anécdota.



Lumpen.


Cada día que pasaba
más volumen ocupaba.